Visión del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo: visión de María Valtorta
Esta visión de María Valtorta es del 6 de junio de 1944.
Veo el interior de este pobre
albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña
hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de
quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira.
Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese
pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar
despierto…
¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido
que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se
arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro.
Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.
José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar
está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas
cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser
agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de
estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta llamemos así a
la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta debe estar
congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca
los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo
suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del
velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se
pone de pie y despacio se acerca a donde está María.
« ¿ No te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. »
« ¿ Te hace falta algo? »
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
« ¿ Te hace falta algo? »
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra
vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las
manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña
al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la
leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas
veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María.
Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente
la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase,
nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí!.Levanta su
cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa
sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo?
¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y
experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo veo que a su
alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del
cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su
alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color
de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro
intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda,
aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que
vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más
sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna,
parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo
alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y
esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que
está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos
de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual
incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…
La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se
balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo,
apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un
macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier
telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una
lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que
alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una
hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del
pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea
en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las
paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda
desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿qué es
ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas
de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las
que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de
ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la
Virgen… y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito,
que gesticula y mueve Sus manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus
piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una
vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo
Su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que
se mueve contra el paladar rosado; que mueve Su cabecita tan rubia que
parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la
Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo
adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre Su
cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que palpita
por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de
antemano Su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando
fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y
rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron
saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.
José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de
lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la
cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta
la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para
caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven,
José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que
con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a
José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser
irreverente.
A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: «
Heme aquí. En Su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer
Tu Voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están Tus
siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa,
Tu Voluntad, para gloria Tuya y por amor Tuyo. »
Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! »
« ¿ Yo? ¿ Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡ No soy digno! »
José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito
de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente
más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos.
Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus
manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la
noche.
Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es
peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que
defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno
y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién
nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son
una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz
despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa… « Espera » dice. «
Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de
aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del
pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey
con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y
quieto. »
Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín
apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la
cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse
descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo
va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe.
Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice.
« Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente … »
« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
« Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente … »
« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo
pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre.
El primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la
extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del
heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro
pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los
dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su
primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado Su
llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.
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